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Inmersos en el bosque seco

Actualizado: 11 ene 2024


Me encuentro frente al mar del Golfo de Nicoya, contemplando el atardecer. En estos instantes, la marea ha subido hasta cubrir las raíces de los mangles. Poco a poco, las manchas de colores que minutos antes fueron Sol, ahora se desvanecen en el horizonte y comienzan a apagarse. Lánguidamente, se escuchan unas gaviotas que cantan desde el muelle despidiéndose del día.


Acantilado frente al mar. Foto propia.


Se empieza a tornar cada vez más oscuro, tanto que ya casi no puedo distinguir la tinta que voy dejando sobre mi libreta. Pronto todo está cubierto de la conocida negrura inmensurable, pero yo continúo, contemplando, admirando. Más que ver las letras, lo voy viendo todo en mi mente y sintiendo en mi corazón.


El mar está muy tranquilo, apenas ahoga y desahoga la orilla. Aunque es inmenso, ante mí solo está esa porción que se logra internar en el golfo. La fuerza de la marea ha quedado atrás. Por lo que solo escucho un incesante ir y venir de las olas que rompen suavemente. Miro el muelle y noto que ya casi está cubierto por completo. Está construido con unos viejos trozos de madera, que ahora cubren los percebes, la sal y el tiempo, pero aún resiste.


Muelle. Foto propia.


En este momento, un grupo grande de aves está cruzando el mar. Está realmente oscuro para distinguirlos fielmente, pero asumo que son pelícanos. Unas pequeñas embarcaciones se adentran al mar, con un apenas perceptible tintineo de luces.


El paisaje me consume unos momentos, estoy debajo de un rancho de palma, pero me siento en la cima del universo. Siento la brisa que corre, más fresca que nunca, pues ha sido un día muy caluroso, y comienzo a recordar lo que ha sido el día de hoy:


Durante la tarde, nos fuimos a explorar el circundante bosque seco, caminando entre los árboles sin hojas y los suelos agrietados que lo caracterizan. La época seca continúa; pero la vida también. Nos encontramos con varios roble de sabana que están repletos de flores rosadas. El jícaro estaba colmado de sus enormes frutos. Una tropa numerosa de monos aulladores aprovechaba los aún verdes guanacastes para conseguir su alimento, al igual que lo hacían las urracas copetonas.

Roble sabana en su pico de floración. Foto propia.


Entre las muchas hojas secas que aún permanecen en los árboles, distinguimos un gavilán de color oscuro. Se movía con ligereza, adelantándose entre el sendero conforme nos íbamos acercando. Era remarcable su elegancia, pues entre sus colores opacos, resaltaba el celeste cerca del ojo, y el cobrizo en su cuello. El pico extremadamente grande y puntiagudo, de ahí su nombre común Gavilán piquiganchudo (Chondrohierax uncinatus).

Gavilán piquiganchudo (Chondrohierax uncinatus). Foto propia.


Regreso de mi ensimismamiento, sigo sentada frente al mar. Ya no consigo ver nada, es confuso saber si lo que está a mi alrededor es azul, gris, o ya no es. Algo se mueve, hay un animalito pequeño frente a mí. Un zorrillo hediondo o mofeta (Mephitis macroura), una criatura de los bosques del Pacífico Norte. Se mueve con presteza, sin temor… Merodea un poco, se acerca a un tronco y se enconde dentro.


Estoy simplemente maravillada de la grandeza del bosque seco.

 
 
 

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